viernes, 10 de diciembre de 2010

Una vez dibujé un hermoso sol en una hoja blanca. Lo pinté lo más amarillo que pude y, le hice pequeños rayos naranjas que irradiaban de él. Para que no estuviera tan solo, tomé el lápiz celeste y pinté un cielo de fondo. También armé siluetas de nubes tan grandes y esponjosas que embellecieron mi dibujo. Me sentí tan orgullosa que hasta armé un marco y lo convertí en cuadro, mi cuadro. Cuando lo colgué en la pared, fue otra la sensación. Ya no me gustaba como al principio. Entonces, lo descolgué, le saqué el vidrio y lo puse sobre la mesa. Agarré un lápiz azul, azul oscuro; e hice que empiece a llover en esa imagen. Dibujé unos rayos enormes sobre las nubes y al celeste del cielo, lo hice grisáceo, modificándolo totalmente. Luego, volví a mirarlo y me dí cuenta que el sol ya no podía verse. Una fuerte lluvia lo había tapado por mucho, mucho tiempo y, nadie sabría cuándo pararía.