domingo, 3 de abril de 2011

Yo había perdido la cabeza por esos segundos y, a fuerza bruta, había aceptado y absorbido la idea de ser una maniática controladora. Mi intención no era más que saber qué es lo que hacía, con quién estaba charlando, a dónde había ido, cuándo, cómo y demás. Pretendía que sólo tienda a decirme: "te necesito", "te amo", "te extraño mucho", "quiero estar con vos ahora"; todo el tiempo, para tener la seguridad de que realmente era así. Necesitaba que rompa esa coraza de corazón frío y, aunque muy poco, sea capaz de llamarme nuevamente si alguna vez le llegaba a cortar el teléfono. De alguna manera, tenía que tener control porque era yo quién ponía los límites y las fronteras para cada cosa. Y, ni pensar cuando invocaba sus incómodos silencios, en los que pensaba con claridad decirle "¿qué carajo estás haciendo que no me hablas?". Si, yo era insegura y muy desconfiada de mi y, conociendo su manera de ser, mucho más de él. No le salía lo romántico ni lo cursi como yo hubiese querido y, a decir verdad, no entendía qué había hecho de mi para que me encuentre en un estado tan enfermo como en el que estaba. En pocas palabras, mi búsqueda abarcaba cualquier cosa que pudiera hacer para abandonar el dominio de él sobre mi persona, aunque bien sabía que era casi en vano lo que hiciese. Entonces, me enfadaba más y más, a punto de no poder. Terminaba por activar una reacción explosiva de celos en la cual, cabeza, corazón y resto del cuerpo se disgustaban y actuaban en carácter de autonomía. Lo acepto, yo estaba enferma y necesitaba de él, quizás, para encontrar una cura rápida. Necesitaba que alimentara a mi cabeza con hechos y respuestas casi utópicas  para sentirme bien. Era egoísta porque, a ese punto, ya me había cansado de ser la persona más comprensiva, buena y paciente frente a algunas situaciones. Yo quería saber todo, minuto a minuto; esperando escuchar, leer o ver una única acción, actitud o palabra para cerciorarme la fija idea que alguien había clavado en mis sesos.